Esa terrible mezcla de olvido y maldad, con toques de frivolidad y egoísmo, es un muy mal trago que cuesta procesar. Amigos del alma, familiares más o menos lejanos y muchas veces hijos, padres y cónyuges perpetran ese acto tan censurable. Y no es que uno crea que por el hecho de haber parido, criado, mantenido y educado a un hijo el susodicho pase a ser propiedad del que lo trajo al mundo, ni que hacer favores por amor habilite al que lo hizo a esperar eterno agradecimiento expresado verbalmente todos los días. Nada de eso.
Es obligación de padres proteger y educar, y de hijos, honrar, querer y
-llegado el caso- velar por la salud de los que un día lo cuidaron. Y
cuando uno ayuda a un amigo lo hace de corazón y no espera ninguna
devolución material. No obstante, la gratitud debe estar siempre
presente y uno debe recordar a la hora de discusiones y enfrentamientos
coyunturales todo lo bueno que esos con los que hoy discutimos y
polemizamos han hecho por nosotros.
La gratitud y la buena memoria ponen en la balanza lo positivo y lo
negativo, y sólo algo muy fuerte e irreparable puede inclinar los
platillos para el lado malo. Los seres humanos estamos sujetos a cambios
debidos a experiencias terribles que pueden golpearnos y hacer
tambalear o directamente destruir sistemas de valores que hasta esos
sucesos parecían firmes y eternos. Por eso no debe extrañarnos que
muchas veces los que creíamos amigos de hierro nos hacen cosas que no
entran en nuestra cabeza y nos hacen pensar que el mundo fue y será una
porquería.
No hay que desesperarse y mucho menos dejar de lado nuestros valores
porque alguien que considerábamos hermano del alma nos decepcione. A
veces esas ovejas descarriadas vuelven sinceramente arrepentidas y si
uno es verdaderamente amplio y de mente abierta en homenaje a las cosas
buenas del pasado podrá pasar página e intentar una recomposición. Ya no
será lo mismo y en alguna recóndita partecita del corazón habrá una
quebradura dolorosa, pero vale la pena intentar otra vez.
En otros casos es imposible la vuelta atrás y también es respetable la
reacción contraria pero este vejete nunca creyó demasiado en frases
como: para mí se murió.
La gente a veces no muere ni siquiera en el
cajón y sigue viva en el recuerdo para bien o para mal. De todas maneras
lo que es injustificable es el desagradecimiento. Ninguno de nosotros
se ha hecho solo y sin ninguna ayuda. Padres, familia, maestros, amigos
han marcado nuestra senda.
E incluso los enemigos con sus piedras en el
camino, sus desprecios y ninguneos han excitado en nosotros la rebeldía y
la bronca necesarias para obligarnos a demostrar nuestros valores
negados por ellos. No digo que debamos hacerles un monumento pero a
final del camino seremos honestos al reconocer que si no hubiera sido
por sus juicios negativos quizás no habríamos llegado tan triunfantes a
nuestras metas.
Todos dependemos de todos, por eso el egocentrismo exagerado de creerse
único y excepcional conduce inevitablemente a la soledad, prima hermana
del peor fracaso que es el fracaso interior.
Aquellos que nos enseñaron a leer y escribir, los que nos dijeron cosas
que no entendimos bien en su momento, pero que después nos ayudaron a
comprender el mundo, aquellos otros que con sus equivocaciones nos
mostraron sin quererlo los caminos que no debíamos recorrer, los que nos
prestaron atención y nos consolaron en nuestros pesares, los que
compartieron nuestras alegrías, los que cocinaron para nosotros y los
que desde nuestro recuerdo siguen siendo ejemplos y faros en la
oscuridad merecen nuestro agradecimiento y no importa donde estén
siempre serán nuestros referentes.
Agradecer, verbo a veces olvidado junto con respetar, comprender ó
ayudar, debería ser conjugado diariamente. Sería una buena manera de
pasar por esta vida tan larga y tan corta, tan loca y tan cuerda, tan
difícil y tan maravillosa..
Por Enrique Pinti | Para LA NACION
Domingo 25 de marzo de 2012 | Publicado en edición impresa
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