No fue de esta manera en nuestro país:
a los delitos de los terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con
un terrorismo infinitamente peor que el combatido, porque desde el 24
de marzo de 1976 contaron con el poderío y la impunidad del Estado
absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituída
para juzgar, pues para eso estan los jueces constitucionales, sino para
indagar la suerte de los desaparecidos en el curso de estos años
aciagos de la vida nacional. Pero, después de haber recibido varios
miles de declaraciones y testimonios, de haber verificado o determinado
la existencia de cientos de lugares clandestinos de detención y
de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos
la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande
tragedia de nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos
esperar de la justicia la palabra definitiva, no podemos callar ante lo
que hemos oído, leído y registrado; todo lo cual va mucho
más allá de lo que pueda considerarse como delictivo para
alcanzar la tenebrosa categoría de los crímenes de lesa
humanidad. Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias,
todos los principios éticos que las grandes religiones y las más
elevadas filosofías erigieron a lo largo de milenios de sufrimientos
y calamidades fueron pisoteados y bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos
sobre los sagrados derechos de la persona a través de la historia
y, en nuestro tiempo, desde los que consagró la Revolución
Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales de Derechos Humanos
y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas las naciones civilizadas,
incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus constituciones garantías
que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más catastróficos
estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la integridad
personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones inhumanas
de detención, negación de la justicia o ejecución
sumaria.
De la enorme documentación recogida
por nosotros se infiere que los derechos humanos fueron violados en forma
orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas.
Y no violados de manera esporádica sino sistemática, de
manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos tormentos
en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo
a una metodología del terror planificada por los altos mandos?
¿Cómo podrían haber sido cometidos por perversos
que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen rigurosamente militar,
con todos los poderes y medios de información que esto supone?
¿Cómo puede hablarse de «excesos individuales»?
De nuestra información surge que esta tecnología del infierno
fue llevada a cabo por sádicos pero regimentados ejecutores. Si
nuestras inferencias no bastaran, ahí están las palabras
de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de Defensa por el
jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros,
el 24 de enero de 1980: «Hicimos la guerra con la doctrina en la
mano, con las órdenes escritas de los Comandos Superiores»
. Así, cuando ante el clamor universal por los horrores perpetrados,
miembros de la Junta Militar deploraban los «excesos de la represión,
inevitables en una guerra sucia» , revelaban una hipócrita
tentativa de descargar sobre subalternos independientes los espantos planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban
la precisa organización, a veces en los lugares de trabajo de los
señalados, otras en plena calle y a la luz del día, mediante
procedimientos ostensibles de las fuerzas de seguridad que ordenaban «zona
libre» a las comisarías correspondientes. Cuando la víctima
era buscada de noche en su propia casa, comandos armados rodeaban la manzanas
y entraban por la fuerza, aterrorizaban a padres y niños, a menudo
amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos, se
apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban
y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto
de comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable.
De ahí se partía hacia el antro en cuya puerta podía
haber inscriptas las mismas palabras que Dante leyó en los portales
del infierno: «Abandonad toda esperanza, los que entrais».
De este modo, en nombre de la seguridad
nacional, miles y miles de seres humanos, generalmente jóvenes
y hasta adolescentes, pasaron a integrar una categoría tétrica
y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra - ¡triste privilegio
argentino! - que hoy se escribe en castellano en toda la prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener
presencia civil. ¿Quiénes exactamente los habían
secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No
se tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades
no habían oído hablar de ellos, las cárceles no los
tenían en sus ¦ldas, la justicia los desconocía y
los habeas corpus sólo tenían por contestación el
silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un
secuestrador arrestado, jamás un lugar de detención clandestino
individualizado, nunca la noticia de una sanción a los culpables
de los delitos. Así transcurrían días, semanas, meses,
años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos
pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas,
de gestiones innumerables e inutiles, de ruegos a influyentes, a oficiales
de alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes,
a comisarios. La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose
la idea de la desprotección, el oscuro temor de que cualquiera,
por inocente que fuese, pudiese caer en aquella infinita caza de brujas,
apoderándose de unos el miedo sobrecogedor y de otros una tendencia
consciente o inconsciente a justificar el horror: «Por algo será»,
se murmuraba en voz baja, como queriendo así propiciar a los terribles
e inescrutables dioses, mirando como apestados a los hijos o padres del
desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se sabía
de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin
ser culpable de nada; porque la lucha contra los «subversivos»,
con la tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había
convertido en una represión demencialmente generalizada, porque
el epiteto de subversivo tenía un alcance tan vasto como imprevisible.
En el delirio semántico, encabezado por calificaciones como «marxismo-leninismo»,
«apátridas» , «materialistas y ateos» ,
«enemigos de los valores occidentales y cristianos» , todo
era posible: desde gente que propiciaba una revolución social hasta
adolescentes sensibles que iban a villas-miseria para ayudar a sus moradores.
Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por
una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros
de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura,
psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas,
jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado
las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera
de ellos, y amigos de esosamigos, gente que había sido denunciada
por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría
inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes
de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían
en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban
vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima
perdía todos los derechos; privada de toda comunicación
con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios
infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de
ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies,
o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas, sino que conservaban
atributos de la criatura humana: la sensibilidad para el tormento, la
memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita verguenza
por la violación en público; seres no sólo poseídos
por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por
eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada
esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos
apenas adolescentes, de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar
cerca de nueve mil. Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra
más alta, porque muchas familias vacilaron en denunciar los secuestros
por temor a represalias. Y aun vacilan, por temor a un resurgimiento de
estas fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido
la misión que nos encomendó en su momento el Presidente
Constitucional de la República. Esa labor fue muy ardua, porque
debimos recomponer un tenebrosos rompecabezas, después de muchos
años de producidos los hechos, cuando se han borrado liberadamente
todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se
han demolido edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias
de los familiares, en las declaraciones de aquellos que pudieron salir
del infierno y aun en los testimonios de represores que por oscuras motivaciones
se acercaron a nosotros para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos
insultados y amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes
lejos de arrepentirse, vuelven a repetir las consabidas razones de «la
guerra sucia» , de la salvación de la patria y de sus valores
occidentales y cristianos, valores que precisamente fueron arrastrados
por ellos entre los muros sangrientos de los antros de represión.
Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional, de activar
los odios y resentimientos, de impedir el olvido. Pero no es así:
no estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza;
sólo pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las
han pedido las iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá
haber reconciliación sino después del arrepentimiento de
los culpables y de una justicia que se fundamente en la verdad. Porque,
si no, debería echarse por tierra la trascendente misión
que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada. Verdad y justicia,
por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres de
las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así,
correrían el riesgo de ser ensuciados por una incriminación
global e injusta. Verdad y justicia que permitirán a esas fuerzas
considerarse como auténticas herederas de aquellos ejércitos
que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar
sólo una parte de los hechos sangrientos que sufrió nuestra
nación en los últimos tiempos, silenciando los que cometió
el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y hasta, de alguna
manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el contrario,
nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos
una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión
no era la de investigar sus crimenes sino estrictamente la suerte corrida
por los desaparecidos, cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de
otro lado de la violencia. Los familiares de las víctimas del terrorismo
anterior no lo hicieron, seguramente, porque ese terror produjo muertes,
no desaparecidos. Por lo demás el pueblo argentino ha podido escuchar
y ver cantidad de programas televisivos, y leer infinidad de artículos
en diarios y revistas, además de un libro entero publicado por
el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron minuciosamente
los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras,
y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió
la Nación durante el periodo que duró la dictadura militar
iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que
únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante
horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales
derechos de la criatura humana. Unicamente así podremos estar seguros
de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que
nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado.
ERNESTO SÁBATO.
A poco de hacerse
cargo del gobierno, el presidente Raúl Alfonsín ordenó
el procesamiento de las Juntas Militares que gobernaron durante la
dictadura militar (1976 - 83), responsables, en última instancia,
de los horrores cometidos y nombró una comisión para
investigar esos crímenes (CONADEP).
Como presidente fue designado
Ernesto Sábato. Al cabo de nueve meses, esa comisión
expidió sus conclusiones, resumidas en el libro Nunca más,
que lleva un prólogo escrito por el propio Sábato
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