I. Hombres y sombras. - II. La domesticación de los
mediocres. - III. La vanidad. - IV. La dignidad.
I. HOMBRES Y SOMBRAS
Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de
volar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua
complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa
uncirlos a su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su
personalidad. Nunca llegan a individualizarse: ignoran el placer de exclamar "yo
soy", frente a los demás.
No existen solos. Su amorfa estructura los obliga a borrarse en una raza, en
un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse
de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios, consolidados a través de
siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a
favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay
mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Crecen porque saben
adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña.
Son refractarios a todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan honores y
alcanzan "dignidades", en plural; han inventado el inconcebible plural del honor
y de la dignidad, por definición singulares e inflexibles. Viven de los demás y
para los demás: sombras de una grey, su existencia es el accesorio de focos que
la proyectan. Carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en
ellos, prestado. Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad
nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con
tesón.
Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa
brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y
arista:
Firmeza y luz, como cristal de roca, breves palabras que sintetizan su
definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida
y servido un Ideal, perseverando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones,
templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus
afectos. fieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás
a la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la
ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades.
Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota como si para
ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre,
invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan
un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son contados; cada
uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral que les sirve de esqueleto
o armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más;
son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas
fecundas. Las gentes domesticadas los temen, como la llaga al cauterio; sin
advertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los verdaderos amos de la
sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y
plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don
de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la
Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que
los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea o de una pasión los
hace inadaptables d su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad,
realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso
humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De
ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte,
interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.
El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que refleja los
pensamientos ajenos, parecen pertenecer a mundos distintos.
Hombres y sombras: difieren como el cristal y la arcilla.
El cristal tiene una forma preestablecida en su propia composición química;
cristaliza en ella o no, según los casos; pero nunca tomará otra forma que la
propia. Al verlo sabemos que lo es, inconfundiblemente. De igual manera que el
hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima le es
propicio conviértese en núcleo de energías sociales, proyectando sobre el medio
sus características propias, a la manera del cristal que en una solución
saturada provoca nuevas cristalizaciones semejantes a sí mismo, creando formas
de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de forma propia y
toma la que le imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la
presionan o las cosas que la rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el
hoyo de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica o
piramidal, según la modelen.
Así los caracteres mediocres: sensibles a las coerciones del medio en que
viven, incapaces de servir una fe o una pasión. Las creencias son el soporte del
carácter; el hombre que las posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las
sombras no creen. La personalidad está en perpetua evolución y el carácter
individual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las
fuentes de la cultura y del amor. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que
la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados a conservar su
línea propia entre las presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no
tienen resistencia, se adaptan a las demás hasta desfigurarse, domesticándose.
El carácter se expresa por actividades que constituyen la conducta. Cada ser
humano tiene el correspondiente a sus creencias; si es "firmeza y luz", como
dijo el poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos, de su cultura y la luz
en su elevación moral.
Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la
febledad del carácter depende tanto de la consistencia moral como de aquellos, o
más. Sin algún ingenio, es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin
alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción van de consuno. La
fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el
corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto a de la
realidad; son simples juicios a su respecto, susceptibles de ser corregidos o
reemplazados.
Son instrumentos actuales; cada creencia es una opinión contingente y
provisional. Todo juicio implica una afirmación. Toda negación es, en sí mismo,
afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo
que se afirma o se niega. Lo contrario de la afirmación no es la negación, es la
duda. Para afirmar o negar es indispensable creer. Ser alguien es creer
intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; vivir es creer.
Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan ser
verdades: creemos con anterioridad a todo razonamiento y cada nueva noción es
adquirida a través de creencias ya preformadas.
La duda debiera ser más común, escaseando los criterios de certidumbre
lógica; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión a lo que se presenta a
nuestra experiencia. La manera primitiva de pensar las cosas consiste en
creerlas tales como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los
espíritus débiles son accesibles a todos los errores, juguetes frívolos de las
personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía los bajeles sin
gobierno. Esas creencias son como los clavos que se meten de un solo golpe; las
convicciones firmes entran como los tornillos, poco a poco, a fuerza de
observación y de estudio.
Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer
estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El
ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas
impuestas por la sociedad al individuo: la amplitud del saber permite a los
hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas equivale a no
vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no
ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el hombre es amorfo o
inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un océano. Esa unidad
debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de
las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas, sintetizadoras de la
personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias,
no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los f!
grupos, son animados por necesidades materiales que los engendran, más o menos
conformes a la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la
forma natural de pensar para vivir.
La unidad de las creencias permite a los hombres obrar de acuerdo con el
propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en
el sentido relativo que el determinismo consiente.
Sus actos son ágil es y rectilíneos, pueden preverse en cada circunstancia;
siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre a que custodien su
dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el esfuerzo y lo
realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus yerros y más
libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de, todos, sin
que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la
sumisión de los demás.
Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus fuerzas
realizar. Saben pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la
propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, viéndoles
recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad.
Las creencias del Hombre son hondas, arraigadas en vasto saber; le sirven de
timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta a los demás;
cuando cambia de rumbo es porque sus creencias de la Sombra son surcos arados en
el agua; cualquier ventisca las desvía; su opinión es tornadiza como veleta y
sus cambios obedecen a solicitaciones groseras de conveniencias inmediatas. Los
Hombres evolucionan según varían sus creencias y pueden cambiarlas mientras
siguen aprendiendo; las Sombras acomodan las propias a sus apetitos y pretenden
encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si dependiera de ellas, esta
última equivaldría a desequilibrio o desvergüenza; muchas veces a traición.
Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para apreciar el
carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: ludicaberis ex operibus vestris,
seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen hombres y sólo
valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de
cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos. Sombras.
II. LA DOMESTICACIÓN DE LOS MEDIOCRES
Gil Blas de Santillana es una sombra: su vida entera es un proceso continuo
de domesticación social. Si alguna línea propia permitía diferenciarle de su
rebaño, todo el estercolero social se vuelca sobre él para borrarla, complicando
su insegura unidad en una cifra inmensa. El rebaño le ofrece infinitas ventajas.
No sorprende que él la acepte a cambio de ciertos renunciamientos compatibles
con su estructura moral. No le exige cosas inverosímiles; bástale su
condescendencia pasiva, su alma de siervo. Mientras los hombres resisten las
tentaciones, las sombras resbalan por la pendiente; si alguna partícula de
originalidad les estorba, la eliminan para confundirse mejor en los demás.
Parecen sólidas y se ablandan, ásperas y se suavizan, ariscas y se amansan,
calurosas y se entibian, resplandecientes y se opacan, ardientes y se apaciguan,
viriles y se afeminan, erguidas y se achatan. Mil sórdidos lazos las acechan
desde que toman contacto con sus símiles: aprenden a medir sus virtudes y a
practicarlas con parsimonia. Cada apartamiento les cuesta un desengaño, cada
desvío les vale una desconfianza. Amoldan su corazón a los prejuicios y su
inteligencia a las rutinas: la domesticación les facilita la lucha por la
vida.
La mediocridad teme al digno y adora al lacayo. Gil Blas le encanta;
simboliza al hombre práctico que de toda situación saca partido y en toda
villanía tiene provecho. Persigue a Stockmann, el enemigo del pueblo, con todo
afán como pone en admirar a Gil Blas: le recoge en la cueva de bandoleros y le
encumbra favorito en las cortes. Es un hombre de corcho: flota. Ha sido
salteador, alcahuete, ratero, prestamista, asesino, estafador, fementido,
ingrato, hipócrita, traidor, político; tan varios encenagamientos no le impiden
ascender y otorgar sonrisas desde su comedero. Es perfecto en su género. Su
secreto es simple: es un animal doméstico. Entra al mundo como siervo y sigue
siendo servil hasta la muerte, en todas las circunstancias y situaciones: nunca
tiene un gesto altivo, jamás acomete de frente un obstáculo.
El buen lenguaje clásico llamaba doméstico a todo hombre que servía. Y era
justo. El hábito de la servidumbre trae consigo sentimientos de domesticidad, en
los cortesanos lo mismo que en los pueblos.
Habría que copiar por entero el elocuente Discurso sobre la servidumbre
voluntaria, escrito por La Boetie en su adolescencia y cubierto de gloria por el
admirativo elogio de Montaigne. Desde él miles de páginas fustigan la
subordinación a los dogmatismos sociales. al acatamiento incondicional de los
prejuicios admitidos. el respeto de las jerarquías adventicias. la disciplina
ciega a la imposición colectiva, el homenaje decidido a todo lo que representa
el orden vigente. la sumisión sistemática a la voluntad de los poderosos: todo
lo que; refuerza la domesticación y tiene por consecuencia inevitable el
servilismo.
Los caracteres excelentes son indomesticables: tienen su norte puesto en su
Ideal. Su "firmeza" los sostiene; su "luz" los guía. Las sombras, en cambio,
degeneran. Fácilmente se licua la cera; jamás el cristal pierde su arista. Los
mediocres encharcan su sombra cuando el medio los instiga; los superiores se
encumbran en la misma proporción en que se rebaja su ambiente. En la dicha y en
la adversidad, amando y depreciando, entre risas y entre lágrimas, cada hombre
firme tiene un modo peculiar decomportarse, que es su síntesis: su carácter. Las
sombras no tienen esa unidad de conducta que permite prever el gesto en todas
las ocasiones.
Para Zenón, el estoico, el carácter es fuente de la vida y manan de él todas
nuestras acciones. Es buen decir, pero impreciso. En sus definiciones los
moralistas no concuerdan con los psicólogos: aquéllos catonizan como
predicadores. c y éstos describen como naturalistas. El carácter es una
síntesis: hay que insistir en ello. Es un exponente de toda la personalidad y no
de algún elemento aislado. En los mismos filósofos, que desarrollan sus
aptitudes de modo parcial, el carácter parecería depender exclusivamente de
condiciones intelectuales; vano error, pues su conducta es el trasunto de cien
otros factores. Pensar es vivir. Todo ideal humano implica una asociación
sistemática de la moral y de la voluntad, haciendo converger a su objeto los más
vehementes anhelos de perfección. El investigador de una verdad se sobrepone a
la sociedad en que vive: trabaja para ésta y piensa por todos, anticipándose,
contrariando sus rutinas. Tiene una personalidad social, adaptada para las
funciones que no puede ejercitar en una ermita; pero sus sentimientos sociales
no le imponen complicidad en lo turbio. En su anastomosis con los demás conserva
libres el corazón y el cerebro mediante algo propio que nunca sedesorienta: el
que posee un carácter no se domestica.
Gil Blas medra entre los hombres desde que la humanidad existe; han
protestado contra él los idealistas de todos los tiempos. Los románticos,
envueltos en sublime desdén, han enfestado contra los temperamentos serviles:
Musset, por boca de Lorenzaccio, estruja con palabras irrelevantes la cobardía
de los pueblos avenidos a la servidumbre.
Y no le van en zaga los individualistas, cuyo más alto vuelo lírico alcanzara
Nietzsche: sus más hermosas páginas son un código de moral antimediocre, una
exaltación de cualidades inconciliables con la disciplina social. El espíritu
gregario, por él acerbamente fustigado, tiene ya directores elocuentísimos, que
exhiben las solidarias complicaciones con que los medrosos resisten las
iniciativas de las audaces, agrupándose en modos diversos según sus intereses de
clase, jerarquía o funciones. Donde hubo esclavos y siervos se plasmaron
caracteres serviles. Vencido el hombre, no lo mataban: lo hacían trabajar en
provecho propio. Sujeto al yugo. tembloroso ante el látigo, el esclavo doblábase
bajo coyundas que grababan en su carácter la domesticidad. Algunos dice la
historia fueron rebeldes o alcanzaron dignidades: su rebeldía fue siempre un
gesto de animal hambriento y su éxito fue el precio de complicidades en vicios
de sus amos. Llegados al ejercicio de alguna autoridad, tornáronse despóticos,
desprovistos de ideales que les detuvieran ante la infamia, como si quisieran
con sus abusos olvidar la servidumbre sufrida anteriormente. Gil Blas fue el más
bajo de los favoritos.
El tiempo y el ejercicio adaptan a la vida servil El hábito de resignarse
para medrar crea resortes cada vez más sólidos, automatismos que destiñen para
siempre todo rasgo individual. El quitamotas Gil Blas se mancha de estigmas que
lo hacen inconfundible con el hombre digno. Aunque emancipado, sigue siendo
lacayo y da rienda suelta a bajos instintos.
La costumbre de obedecer engendra una mentalidad doméstica.
El que nace de siervos la trae en la sangre, según Aristóteles. Hereda
hábitos serviles y no encuentra ambiente propicio para formarse un carácter. Las
vidas iniciadas en la servidumbre no adquieren dignidad.
Los antiguos tenían mayor desprecio por los hijos de los siervos,
reputándolos moralmente peores que los adultos reducidos al yugo por deudas o en
las batallas; suponían que heredaban la domesticidad de sus padres,
intensificándola en la ulterior servidumbre. Eran despreciados por sus amos.
Esto se repite en cuantos países tuvieron una raza esclava inferior. Es
legítimo. Con humillante desprecio suele mirarse a los mulatos, descendientes de
antiguos esclavos, en todas las naciones de raza blanca que han abolido la
esclavitud; su afán por disimular su ascendencia servil demuestra que reconocen
la indignidad hereditaria condensada en ellos. Ese menosprecio es natural. Así
como el antiguo esclavo tornábase vanidoso e insolente si trepaba a cualquier
posición donde pudiera mandar, los mulatos se ensoberbecen en las inorgánicas
mediocracias sudamericanas, captando funciones y honores con que hartan sus
apetitos acumulados en domesticidades seculares.
La clase crea idénticas desigualdades que la raza. Los siervos fueron tan
doméstico.; como lo; esclavos; la revolución francesa dio libertad política a
sus descendientes, mas no supo darles esa libertad moral que es el resorte de la
dignidad. El burgués enriquecido merece el desprecio del aristócrata más que el
odio del proletario, que es un aspirante a la burguesía; no hay peor jefe que el
antiguo asistente ni peor amo que el antiguo lacayo. Las aristocracias son
lógicas al desdeñar a los advenedizos: los consideran descendientes de criados
enriquecidos y suponen que han heredado su domesticidad al mismo tiempo que las
talegas.
Esas inclinaciones serviles, arraigadas en el fondo mismo de la herencia
étnica o social, son bien vistas en las mediocracias contemporáneas, que nivelan
políticamente al servil y al digno. Ha variado el nombre pero la cosa subsiste:
la domesticidad es corriente en las sociedades modernas.
Lleva muchas décadas la abolición legal de la esclavitud o la servidumbre;
los países no se creerían civilizados si las conservaran en su códigos. Eso no
tuerce las costumbres; el esclavo y el siervo siguen existiendo; por
temperamento o por falta de carácter. No son propiedad de sus amos, pero buscan
la tutela ajena, como van a la querencia los animales extraviados. Su psicología
gregaria no se transmutó, declarando los derechos del hombre; la libertad, la
igualdad y la fraternidad son ficciones que los halagan, sin redimirlos. Hay
inclinaciones que sobreviven a todas las leyes igualitarias y hacen amar el yugo
o el látigo. Las leyes no pueden dar hombría a la sombra, carácter al amorfo,
dignidad al envilecido, iniciativa a los imitadores, virtud al honesto,
intrepidez al manso, afán de libertad al servil. Por eso, en plena democracia,
los caracteres mediocres buscan naturalmente su bajo nivel: se domestican.
En ciertos sujetos, sin carácter desde el cáliz materno hasta la tumba, la
conducta no puede seguir normas constantes. Son peligrosos porque su ayer no
dice nada sobre su mañana; obran a merced de impulsos accidentales, siempre
aleatorios. Si poseen algunos elementos válidos, ellos están dispersos,
incapaces de síntesis; la menor sacudida pone a flote sus atavismos de salvaje y
de primitivo, depositados en los surcos más profundos de su personalidad. Sus
imitaciones son frágiles y poco arraigadas. Por eso son antisociales, incapaces
de elevarse a la honesta condición de animales de rebaño.
A otros desgraciados, sin irreparables lagunas del temperamento, la sociedad
les mezquina su educación. Las grandes ciudades pululan de niños moralmente
desamparados, presas de la miseria, sin hogar, sin escuela. Viven tanteando el
vicio y cosechando la corrupción, sin el hábito de la honestidad y sin el
ejemplo luminoso de la virtud. Embotada su inteligencia y coartadas sus mejores
inclinaciones, tienen la voluntad errante, incapaz de sobreponerse a las
convergencias fatales que pugnan por hundirlos. Y si pasan su infancia sin rodar
a la charca, tropiezan después con nuevos obstáculos.
El trabajo, creando el hábito del esfuerzo, sería la mejor escuela del
carácter; pero la sociedad enseña a odiarlo, imponiéndole precozmente, como una
ignominia desagradable o un envilecimiento infame, bajo la esclavitud de yugos y
de horarios, ejecutado por hambre o por avaricia, hasta que el hombre huye de él
como de un castigo: sólo podrá amarlo cuando sea una gimnasia espontánea de sus
gustos y de sus aptitudes. Así la sociedad completa su obra; los que no
naufragan por la educación malsana escollan en el trabajo embrutecedor. En la
compleja actividad moderna las voluntades claudicantes son toleradas; sus
incongruencias quedan ocultas mientras los actos se refieren a vulgares
automatismos de la vida diaria; pero cuando una circunstancia nueva los obliga a
buscar una solución, la personalidad se agita al azar y revela sus vicios
intrínsecos. Esos degenerados son indomesticables.
Los otros, como Gil Blas, carecen de contralor sobre su propia conducta y
olvidan que la más leve caída puede ser el paso inicial hacia una degradación
completa. Ignoran que cada esfuerzo de dignidad consolida nuestra firmeza:
cuanto más peligrosa es la verdad que hoy decimos, tanto más fácil será mañana
pronunciar otras a voz en cuello.
En los mundos minados por la hipocresía todo conspira contra las virtudes
civiles: los hombres se corrompen los unos a los otros, se imitan en lo
intérlope, se estimulan en lo turbio, se justifican recíprocamente.
Una atmósfera tibia entorpece al que cede por primera vez a la tentación de
lo injusto; las consecuencias de la primera falta pueden ir hasta lo infinito.
Los mediocres no saben evitarla; en vano harían el propósito de volver al buen
sendero y enmendarse. Para las sombras no hay rehabilitación; prefieren excusar
las desviaciones leves, sin advertir que ellas preparan las hondas. Todos los
hombres conocen esas pequeñas flaquezas, que de otro modo fueran perfectos desde
su origen; pero mientras en los caracteres firmes pasan como un roce que no deja
rastro, en los blandos aran un surco por donde se facilita la recidiva. ésa es
la vía del envilecimiento. Los virtuosos la ignoran; los honestos se dejan
tentar. Como a Gil Blas, sólo les cuesta la primera caída; después siguen
cayendo como el agua en las cascadas, a saltitos, de pequeñez en pequeñez, de
flaqueza en flaqueza, de curiosidad en curiosidad. Los remordimientos de la
primera culpa ceden a la necesidad de ocultarla con otras ante las cuales ya no
se amedrentan. Su carácter se disocia y ellos se tuercen, andan a ciegas,
tropiezan, dan barquinazos, adoptan expedientes, disfrazan sus intenciones,
acceden por senderos tortuosos, buscan cómplices diestro para avanzar en la
tiniebla. Después de los primeros tanteos se marchan de prisa, hasta que las
raíces mismas de su moral se aniquilan. Así resbalan por la pendiente,
aumentando la cohorte de lacayos y parásitos: centenares de Gil Blas carcomen
las bases de la sociedad que ha pretendido modelarlos a su imagen y
semejanza.
Los hombres sin ideales son incapaces de resistir las asechanzas de hartazgos
materiales sembrados en su camino Cuando han cedido a la tentación quedan
cebados, como las fieras que conocen el sabor de la sangre humana.
Por la circunstancia de pensar siempre con la cabeza de la sociedad, el
doméstico es el puntal más seguro de todos los prejuicios políticos, religiosos,
morales y sociales Gil Blas está siempre con las manos congestionadas por el
aplauso a los ungidos y con el arma afilada para agredir al rebelde que anuncia
una herejía. El panurguismo y la intolerancia son los colores de su escarapela,
cuyo respeto exige de todos.
Es incalculable la infinidad de gentes domésticas que nos rodea.
Cada funcionario tiene un rebaño voraz, sumiso a sus caprichos, como los
hambrientos al de quien los harta. Si fuesen capaces de vergüenza, los adulones
vivirían más enrojecidos que las amapolas; lejos de eso, pasean su domesticidad
y están orgullosos de ella, exhibiéndola con donaire, como luce la pantera las
aterciopeladas manchas de su piel. La domesticación realizase de cien maneras,
tentando sus apetitos. En los límites de la influencia oficial los medios de
aclimatación se multiplican, especialmente en los países apestados de
funcionarismo. Los pobres de carácter no resisten; ceden a esa hipnotización. La
pérdida de su dignidad iníciase cuando abren el ojo a la prebenda que estremece
su estómago o nubla su vanidad, inclinándose ante las manos que hoy le otorgan
el favor y mañana le manejarán la rienda. Aunque ya no hay servidumbre legal,
muchos sujetos, libres de la domesticidad forzosa, se avienen a ella
voluntariamente, por vocación implícita en su flaqueza.
Están mancillados desde la cuna; aun no habiendo menester de beneficios, son
instintivamente serviles. Los hay en todas las clases sociales. El precio de su
indignidad varía con el rango y se traduce en formas tan diversas como las
personas que la ejercitan.
Alentando a Gil Blas, rebájase el nivel moral de los pueblos y de las razas;
no es tolerancia estimular el abellacamiento. La cotización del mérito decae. La
mansedumbre silenciosa es preferida a la dignidad altiva. La piel se cubre de
más afeites cuando es menos sólida la columna vertebral; las buenas maneras son
más apreciadas que las buenas acciones. Si el de Santillana se enguanta para
robar, merece la admiración de todos; si Stockmann se desnuda para salvar a un
náufrago, lo condenan por escándalo. En los pueblos domesticados llega un
momento en que la virtud parece un ultraje a las costumbres.
Las sombras viven con el anhelo de castrar a los caracteres firmes y
decapitar a los pensadores alados, no perdonándoles el lujo de ser viriles o
tener cerebro. La falta de virilidades es elogiada como un refinamiento, lo
mismo que en los caballos de paseo. La ignorancia parece una coquetería, como la
duda elegante que inquieta a ciertos fanáticos sin ideales. Los méritos
conviértense en contrabando peligroso, obligados a disculparse y ocultarse, como
si ofendieran por su sola existencia. Cuando el hombre digno empieza a despertar
recelos, el envilecimiento colectivo es grave; cuando la dignidad parece absurda
y es cubierta de ridículo, la domesticación de los mediocres ha llegado a sus
extremos.
III. LA VANIDAD
El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y
es juez supremo de sí mismo; asciende a la dignidad.
La sombra pone el suyo en la estimación ajena y renuncia a juzgarse;
desciende a la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su caricatura: ser o
parecer. Cuando un ideal de perfección impulsa a ser mejores, ese culto de los
propios méritos consolida en los hombres la dignidad; cuando el afán de parecer
arrastra a cualquier abajamiento, el culto de la sombra enciende la vanidad.
Del amor propio nacen las dos: hermanas por su origen, como Abel y Caín. Y
más enemigas que ellos, irreconciliables. Son formas diversas de amor propio.
Siguen caminos divergentes. La una florece sobre el orgullo, celo escrupuloso
puesto en el respeto de sí mismo; la otra nace de la soberbia, apetito de
culminación ante los dermis. El orgullo es una arrogancia originaria por nobles
motivos y quiere aquilatar el mérito; la soberbia es una desmedida presunción y
busca alargar la sombra. Catecismos y diccionarios han colaborado a la
mediocrización moral, subvirtiendo los términos que designan lo eximio y lo
vulgar. Donde los padres de la Iglesia decían soberbia, como los antiguos,
fustigándola, tradujeron los zascandiles orgullo, confundiendo sentimientos
distintos. De ahí el equivocar la vanidad con la dignidad, que es su antítesis,
y el intento tasar a igual precio los hombres y las sombras, con desmedro de los
primeros.
En su forma embrionaria revélase el amor propio como deseo de elogios y temor
de censuras: una exagerada sensibilidad a la opinión ajena. En los caracteres
conformados a la rutina y a los prejuicios corrientes, el deseo de brillar en su
medio y el juicio que sugieren al pequeño grupo que los rodea, son estímulos
para la acción. La simple circunstancia de vivir arrebañados predispone a
perseguir la aquiescencia ajena; la estima propia es favorecida por el contraste
o la comparación con los demás. Trátase hasta aquí de un sentimiento normal.
Pero los caminos divergen. En los dignos el propio juicio antepónese a la
aprobación ajena; en los mediocres se postergan los méritos y se cultiva la
sombra. Los primeros viven para sí; los segundos vegetan para los otros. Si el
hombre no viviera en sociedad, el amor propio sería dignidad en todos; viviendo
en grupos, lo es solamente en los caracteres firmes.
Ciertas preocupaciones, reinantes en las mediocracias, exaltan a los
domésticos. El brillo de la gloria sobre las frentes elegidas deslumbra a los
ineptos, como el hartazgo del rico encela al miserable. El elogio del mérito es
un estímulo para su simulación. Obsesionados por el éxito, e incapaces de soñar
la gloria, muchos impotentes se envanecen de méritos ilusorios y virtudes
secretas que los demás no reconocen; créense actores de la comedia humana;
entran en la vida construyéndose un escenario, grande o pequeño, bajo o
culminante, sombrío o luminoso; viven con perpetua preocupación del juicio ajeno
sobre su sombra. Consumen su existencia sedientos de distinguirse en su órbita,
de preocupar a su mundo, de cultivar la atención ajena por cualquier medio y de
cualquier manera. La diferencia, si la hay, es puramente cuantitativa entre la
vanidad del escolar que persigue diez puntos en los exámenes, la del político
que sueña verse aclamado ministro o presidente, la del novelista que aspira a
ediciones de cien mil ejemplares y la del asesino que desea ver su retrato en
los periódicos.
La exaltación del amor propio, peligrosa en los espíritus vulgares, es útil
al hombre que sirve un Ideal. Éste le cristaliza en dignidad; aquéllos le
degeneran en vanidad. El éxito envanece al tonto, nunca al excelente. Esa
anticipación de la gloria hipertrofia la personalidad en los hombres superiores:
es su condición natural. ¿El atleta no tiene, acaso, bíceps excesivos hasta la
deformidad La función hace el órgano.
El "yo" es el órgano propio de la originalidad: absoluta en el genio. Lo que
es absurdo en el mediocre, en el hombre superior es un adorno: simple exponente
de fuerza. El músculo abultado no es ridículo en el atleta; lo es, en cambio,
toda adiposidad excesiva, por monstruosa e inútil, como la vanidad del
insignificante. Ciertos hombres de genio, Sarmiento, pongamos por caso, habrían
sido incompletos sin su megalomanía.
Su orgullo nunca excede a la vanidad de los imbéciles. La aparente diferencia
guarda proporción con el mérito. A un metro y a simple vista nadie ve la pata de
una hormiga, pero todos perciben la garra de un león: lo propio ocurre con el
egotismo ruidoso de los hombres y la desapercibida soberbia de las sombras. No
pueden confundirse. El vanidoso vive comparándose con los que le rodean,
envidiando toda excelencia ajena y carcomiendo toda reputación que no puede
igualar; el orgulloso no se compara con los que juzga inferiores y pone su
mirada en tipos ideales de perfección que están muy alto y encienden su
entusiasmo.
El orgullo, subsuelo indispensable de la dignidad, imprime a los hombres
cierto bello gesto que las sombras censuran. Para ello el babélico idioma de los
vulgares ha enmarañado la significación del vocablo, acabando por ignorarse si
designa un vicio o una virtud. Todo es relativo. Si hay méritos, el orgullo es
un derecho; si no los hay, se trata de vanidad. El hombre que afirma un Ideal y
se perfecciona hacia él, desprecia, con eso, la atmósfera inferior que le
asfixia; es un sentimiento natural, cimentado por una desigualdad efectiva y
constante.
Para los mediocres, sería más grato que no les enrostrara esa humillante
diferencia; pero olvidan que ellos son sus enemigos, constriñendo su tronco
robusto como la hiedra a la encina, para ahogarle en el número infinito. El
digno está obligado a burlarse de las mil rutinas que el servil adora bajo el
nombre de principios; su conflicto es perpetuo. La dignidad es un rompeolas
opuesto por el individuo a la marea que le acosa. Es aislamiento de los
domésticos y desprecio de sus pastores, casi siempre esclavos del propio rebaño.
IV. LA DIGNIDAD
El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y
la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre
exigua frente al número infinito de espíritus omisos.
Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible,
intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que acercan al hombre y borran
la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor.
Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son
esclavos.
Los temperamentos adamantinos firmeza y luz apártanse de toda complicidad,
desafían la opinión ajena si con ello han de salvar la propia, declinan todo
bien mundano que requiera una abdicación, entregan su vida misma antes que
traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en facciones,
convertidos en viviente protesta contra todo abellacamiento o servilismo. Las
sombras vanidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuyendo las
íntimas sanciones de la conciencia; domesticadas, son incapaces de gestos
viriles, fáltales coraje. La dignidad implica valor moral. Los pusilámines son
importantes, como los aturdidos; los unos reflexionan cuándo conviene obrar, y
los otros obran sin haber reflexionado. La insuficiencia del esfuerzo equivale a
la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que
cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas
implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de
lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se
arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la
fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los
mártires van a la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren
por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable. "El coraje sentenció
Lamartine es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter".
Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y volar alto; el que se
resigna a arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo
aplastan. se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville
escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo todos los regímenes, son
necesaria e invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altivez y con
la firme designación de un dios desterrado".
Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el fondo de los
caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el mérito le
obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla sin amenaza,
castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruye sus anhelos es anodina y
no tiene adversarios que fazferir, el digno se refugia en sí mismo, se
atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras a las
sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es fatal en la
alternativa de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste fuera
el puerto natural y más seguro para su dignidad. Vive con la obsesión de no
depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto a
mil mancillas, y para adquirirla soportará los más rudos trabajos, cuyo fruto
será su libertad en el porvenir. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un
doméstico.
El hambriento puede ser rebelde; pero nunca un hombre libre. Enemiga poderosa
de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres vacilantes e
incuba las peores servidumbres. El que no ha atravesado dignamente una pobreza
es un heroico ejemplar de carácter. El pobre no puede vivir su vida, tantos son
los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar a vivir. Todos
los hombres altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria
es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus
garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más
santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más
tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en
un gremio, más o menos jornalero, más o menos funcionario, contrayendo deberes y
sufriendo presiones denigrantes que le empujan a domesticarse. Enseñaban los
estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene,
restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros,
no necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que
preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es
feliz.
Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos
son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortuna aumenta la libertad
de los espíritus cultivados y torna vergonzosa la ridiculez de los palurdos.
Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo fortuna; ésta les redimiría
todas las domesticidades, si no fuesen esclavos de la vanidad.
Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el
corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye.
Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla inmaculada,
libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan o la rebajen. A ella
sacrifican bienes; honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la
sombra. Para conservar la estima propia no vacilan en afrontar la opinión de los
mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre
los que en vano intentan malear su altivez. Son raros en las mediocracias, cuya
chatura moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire desdeñoso y
aristocrático que desagrada a los vanidosos más culminantes, pues los humilla y
avergüenza. Inflexibles y tenaces porque llevan en el corazón una fe sin dudas,
una convicción que no trepida, una energía indómita que a nada cede ni teme,
suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos
pueden ser altruistas, o porque cristianos es la más alta acepción del vocablo o
porque profundamente afectivos: presentan entonces uno de los caracteres más
sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana.
Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las
cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a los que
en la batalla de la vida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la
estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en
cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para
indicarnos el valor moral de un pueblo.
La dignidad, afán de autonomía, lleva a reducir la dependencia de otros a la
medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyére, que vivió como intruso
en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que
encabeza el Manual de Epicteto, a punto de apropiárselo textualmente sin
amenguar con ello su propia gloria: "Se faire valoir par des choses qui ne
dependet point des autres, mais de sois seul, ou renoncer a se faire valoir" (2)
. Esa máxima le parece inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para
los virtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres
excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues
desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la
bajeza, la adulación y la intriga". Las naciones no se llenarían de serviles
domesticados, sino de varones excelentes que legarían a sus hijos menos
vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la
prosperidad indecorosa, crecería el amor a la virtud, el deseo de la gloria, el
culto por ideales de perfección incesante: en la admiración por los genios, los
santos y los héroes. Esa dignificación moral de los hombres señalaría en la
historia el ocaso de las sombras.
(2) "Hacerse valer por cosas que no dependen de los demás, sino de uno mismo,
o renunciar a hacerse valer".
José Ingenieros
El hombre mediocre
Capítulo IV
los caracteres mediocres