lunes, 15 de agosto de 2011

Michel Foucault el concepto de Parrhesía


Desarrolló el concepto de parresía (frecuentemente traducido al español como parrhesia) como manera de discurso en el cual uno habla abierta y sinceramente acerca de sí mismo o las propias opiniones sin recurrir a la retórica, la manipulación o la generalización.
Según Foucault, el que practica la parresía (parrhesiastes) «no es sólo sincero... sino que dice también la verdad».
La noción de parresía en sentido foucaultiano está afectada por nuestro modelo cartesiano de experiencia de lo evidente (evidencial experience).
 A grandes rasgos, para René Descartes la verdad es lo (racionalmente) innegable.
En el contexto de una investigación filosófica, lo que puede ser puesto en duda debe ser puesto en duda y, entonces, el discurso que no es examinado o criticado no necesariamente tiene una relación válida con la verdad.
 Según dice Foucault (1983 §I), en cambio, el «parrhesiastes dice la verdad por que él sabe que se trata de la verdad, y sabe que es verdad por que realmente es verdad» (¡como si no existiera riesgo de errar, sin importar cuán sincero sea uno, o cuán convencido esté de lo que dice!).
[Comentario a esta observación: en el texto de Foucault que se está usando, esa expresión se encuadra en un contexto en el que decir la verdad significaba hacer visible un proceso que trascendía a quién lo decía, quien se jugaba la vida o un castigo severo, por eso los demás reconocían su valor.
 La verdad no era sólo la verdad del que hablaba sino del caso que se estuviera tratando.
Foucault también señala además la crisis de la parresía, en tanto que había tipos que «se la jugaban», diciendo la verdad pero sin ocupar un puesto social que les reconociera el valor dentro del grupo.
Existen varias condiciones que fundaban la noción tradicional de parresía del griego antiguo. Quien recurre a la parresía sostiene una relación creíble hacia la verdad, su posesión de la verdad está garantizada por ciertas cualidades morales; así mismo, es un crítico de sí mismo, o de la opinión popular o de la cultura; revelar la verdad lo coloca en una posición de peligro pero insiste en hablar de la verdad, pues considera que es su obligación moral, social y/o política. Más aún, quien practica la parresía debe estar en una posición social más débil que aquéllos a quienes se las revela. Por ejemplo, un pupilo «cantándole las verdades» a su maestro sería un ejemplo preciso de parresía, mientras que un maestro que de dice la verdad a su pupila o pupilo, no.

Es este “Hablar sin miedo” (o con “coraje”) y “decirlo todo” aún sabiendo que lo que se diga va contra el sentido común y contra los poderes establecidos.
Practicar la parrhesía, sería el papel que todo intelectual debería asumir para producir una ética de la libertad.
Porque solo hay un modo de producir una ruptura entre lo que se dice y el orden del discurso, y solo una manera de saber si lo que se dice pone en juego una verdad:
 “se dice que alguien utiliza la parrhesía sólo si hay un riesgo o un peligro en decir la verdad”, y solo puede haber riesgo cuando el discurso está dirigido hacia alguien que ostenta una posición de poder: “cuando un filósofo se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable porque la tiranía es incompatible con la justicia, entonces el filósofo dice la verdad, cree que está diciendo la verdad y, más aún, también asume un riesgo (ya que el tirano puede enfadarse, castigarlo, exiliarlo, matarlo).
La parrhesía es una forma de crítica, tanto hacia otro como hacia uno mismo, pero siempre en una situación en la que el hablante o el que confiesa está en una posición de inferioridad con respecto al interlocutor.
El parrhesiastés es siempre menos poderoso que aquel con quien habla.
La parrhesía viene de abajo, como si dijéramos, y está dirigida hacia arriba…”

De esta concepción es posible deducir algunas reflexiones sobre nuestra actualidad y el rol que desempeñan los intelectuales
(o quienes pomposamente se calzan ese distinguido título).
No hay ciencia social “crítica” si los saberes producidos no cuestionan el ejercicio del poder, si por más “progresistas” que parezcan se ponen al servicio de quienes ejercen el poder, si sólo podemos decir las cosas en forma adecuada a los oídos del poder, si solo lo decimos en el ámbito académico del aula universitaria donde quienes nos escuchan están sometidos a nuestra autoridad, si lo que buscamos con nuestras palabras no es transgredir lo “políticamente correcto” sino tener un gran público que haga honor a nuestro narcisismo.
En suma, no se trata de palabras ni de saberes, sino de prácticas, ya que lo que le da sentido a las palabras es lo que hacemos con ellas, la situación en que hacemos uso de ellas, hacia quien las dirigimos, y para quien las enunciamos.
Frente al poder, entonces, ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario
Foucault (1983) resume el concepto de parresía del Antiguo Testamento de la siguiente manera:
De manera más precisa, la parresia es una actividad verbal en la cual un hablante expresa su relación personal a la verdad, y corre peligro porque reconoce que decir la verdad es un deber para mejorar o ayudar a otras personas (tanto como a sí mismo).
En parresia, el hablante usa su libertad y elige la franqueza en vez de la persuasión, la verdad en vez de la falsedad o el silencio, el riesgo de muerte en vez de la vida y la seguridad, la crítica en vez de la adulación y el deber moral en vez del auto-interés y la apatía moral.


1 comentario:

Mane Castro Videla dijo...

“Permanecemos ciegos”

Plutarco, en sus Moralia, intenta responder a la pregunta: ¿cómo es posible reconocer a un verdadero parresiastés, a alguien que dice la verdad? Y análogamente: ¿cómo es posible distinguir a un parresiastés de un adulador? El título del texto es Cómo distinguir a un adulador de un amigo. ¿Por qué necesitamos, en nuestras vidas, tener algún amigo que desempeñe el papel de parresiastés o de aquel que dice la verdad? La razón que ofrece Plutarco se halla en el tipo predominante de relación que a menudo tenemos con nosotros mismos, a saber, una relación de philautía o “amor propio”. Esta relación de amor propio es, para nosotros, el fundamento de una persistente ilusión acerca de lo que en realidad somos: “Siendo cada uno mismo el principal y más grande adulador de sí mismo, admite sin dificultad al de afuera como testigo, juntamente con él, y como autoridad aliada garante de las cosas que piensa y desea”.
Somos nuestros propios aduladores, y es para desactivar esta relación espontánea que tenemos con nosotros mismos, para librarnos a nosotros mismos de nuestra philautía, para lo que necesitamos un parresiastés. Pero es difícil reconocer y aceptar a un parresiastés. Pues no sólo es difícil distinguir a un verdadero parresiastés de un adulador; sino que, además, a causa de nuestra philautía, no nos interesa reconocer a un parresiastés. De modo que lo que está en juego es determinar los criterios indudables que nos permitan distinguir al auténtico parresiastés del adulador que “representa el papel del amigo con la gravedad del trágico”. Plutarco propone dos criterios principales. Primero, hay una conformidad entre lo que dice el auténtico parresiastés y el modo en que se comporta –se puede confiar en Sócrates como parresiastés sobre el valor, puesto que Sócrates fue realmente valiente. Hay un segundo criterio: la estabilidad y firmeza del verdadero parresiastés: “Si se alegra con las mismas cosas siempre y alaba las mismas cosas, y si dirige y ordena su propia vida hacia un único modelo. El adulador, por no tener una sola mirada de su carácter, ni vivir una vida elegida para él mismo sino para otros, y modelándose y adaptándose para otro, no es simple ni uno sino variado y complicado, por correr y cambiar de forma como el agua, vertida de uno a otro contenido, según sean los que lo reciben”.

Astrid

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